El placer de desayunar en el restaurant de Alain Ducasse en el hotel Le Meurice es indescriptible. Trataré de ponerlo en palabras. Al entrar es obvio que el salón está decorado al estilo segundo imperio. Todo ello me transporta en un viaje al siglo XIX, pero este salón tiene además artes decorativas diseñadas por Dalí, uno de los distinguidos y asiduos visitantes del Hotel. Nada más imperial, que una decoración ecléctica.
El piso es un mosaico de coronas de laurel, hecho en recuadros orientados de este a oeste como en las antiguas Catedrales y adornados con lazos de María Antonieta. Está hecho en finas y diminutas teselas puestas a mano. El piso está terminado en su reborde con una ancha cenefa de color verde olivo como las hojas de dichas coronas. Sobre la alfombra en el área central del salón hay una enorme alfombra tejida en lana y seda de Aubusson, diseñada en los colores del piso mismo, como si fueran pinceladas pintadas “al descuido”, de acuerdo a un diseño de Dalí.
De las paredes brotan unas columnas en mármol jaspeado en tonos grisáceos y verdigris, a juego con el piso, como los hermosos techos de pizarra de los palacios franceses, sobre un fondo mármol blanco. Ello me recuerda que la tierra gala es rica en cobre. Los capiteles corintios de las columnas iluminan con su color dorado al fuego, a través de esas hermosas hojas de acanto, que nos saludan y nos dejan saber que estamos en la Galia de los Borbones. Las columnas están puestas en pares, como si trataran de sostener un techo griego. La silente cadencia de su postura simétrica, me hacen soñar de un mundo perfecto y clásico. Sus bases están recubiertas de chapas de bronce, formando bordes de luces y sombras, con sus biseles en “pecho de paloma”, con sus curvas de cóncavas y convexas que crean luces y sombras, como la historia del Imperio misma. Y entre las columnas, más mármol en paneles cortados de una sola pieza, como los obeliscos de granito de la Montaña Roja egipcia, que nos recuerdan el tesón de los jornaleros que trabajan para hacernos un mundo más bello.
Muy cerca del techo, unas guirnaldas de bronce nos traen la alegría de la abundancia que Dios pone en nuestra mesa. En cada encuentro que une las guirnaldas está la cara del Rey Sol, hecha en oro, creando esa perspectiva cromática entre el bronce y el oro, acentuando las mejillas y el perfil de serafín del Rey, para que recordemos la bonanza de aquellos tiempos de Luis XIV y que el Rey fue elegido por Dios para gobernar los franceses. Todo ello está coronado por una fascia en mármol, sostenida por unos “pies de amigo” de mármol de Carrara, adornados en oro. Como en las familias, los pueblos necesitan muchos caminantes para escribir una historia.
En la pared oriental y occidental del salón hay dos medallones grandiosos, al estilo Luis XVI, coronados por el consabido lazo de amor de la Reina, y en el centro unos lienzos pintados al óleo, con paisajes de jardines al estilo “Ancien Regime”, donde se cuentan secretos a “sotto voce” las damas y los caballeros, y que me dicen que la Reina, el Rey y sus hijos, están como mártires, en el Jardín del Edén Eterno. Bajo estos medallones hay por un lado la gran chimenea, símbolo del calor humano y al otro lado una fuente en forma de una gran copa, como si Bernini hubiera hecho esta escultura, en una sola pieza de mármol, adornada en su base con enormes hojas de acanto hechas en bronce. De la gran copa marmórea brotan hojas de cristal, o tal vez sean cascadas de agua cristalina que desean salpicar los comensales, de la plenitud de los vinos y el Champagne francés, es la copa que reboza, porque en francés se dice que la copa está plena, al punto de desbordarse como la Virgen llena de gracia, que en francés está “Pleine de Grace”, desbordante, rebozante. Ambos muros representan los contrastes del agua y el fuego, tan distintos, pero tan necesarios ambos para la vida.
De las paredes se asoman tímidamente, unas antorchas de bronce, de líneas simples como el siglo XX y adornadas por una sola gota de cristal enorme que cae al aire, como la lágrima que brota de “El Ojo del Tiempo” de Dalí. Enormes ventanas irrumpen también la frialdad de los muros. Los cristales permiten el paso de la luz, pero a la vez, transforman la luz, sin dejarse transformar, por la luz a su paso. Eso me recuerda el parto de la Virgen, por eso es siempre Virgen, porque el nacimiento de Jesús, no trocó su Virginidad. Las ventanas son el contraste del calor y el frío marmóreo, son el contraste de la oscuridad y la luz, como el Nacimiento de Cristo, como la Vigilia Pascual.
Las ventanas están exquisitamente ataviadas con cortinas hechas en un “gros” de seda blanca, de bordes adornados con un entredós bordado en dorados al estilo barroco, que representan el contraste entre lo simple y lo rococó; lo imperial y lo Rocaille. Por fuera del cristal, hacia las aceras y los arcos de la Rue de Rivoli, del Premier Arrondissement, hay unos pretiles de cristales translúcidos, que más que evitar la caída de los comensales, evitan la mirada de los viandantes hambrientos sobre los huéspedes comensales del Hotel. Los ricos y los pobres padecen hambre. En eso todos somos iguales.
Del techo cuelgan cuatro candelabros enormes, hechos en bronce al estilo imperio, con una profusión de cristales austriacos que brillan como diamantes. Todo ello me recuerda que tres veces se unió Francia al Imperio Austro-Húngaro: con la infanta Leonor de Austria (hermana de Carlos Emperador), con la Archiduquesa María Antonieta y con la Emperatriz María Luisa y que la Revolución en ese sentido fue absurda. Las luces del centro de la lámpara compiten con las de los brazos forjados en arabescos de hojas de acanto sobre la gran rueda central. En el techo, atisbo una pintura del Cielo, con figuras míticas o tal vez angelicales, pero pintadas fuera de foco, para lograr esa perspectiva de que están lejos e inalcanzables. Todo ello para que pensemos que una cosa es alimentar el cuerpo en la tierra, y otra es alimentar el alma para el Cielo: una concreta y la otra más abstracta.
En el centro del salón hay una enorme isla rectangular forrada que con sus esquinas perfectas de espejos biselados, me traen recuerdos del Salón del Palacio de Versalles. Sobre la Isla, se ostenta una enorme escultura de cristal diseñada por Dalí, a juego con la que brota de la pared misma. Los cuadros de espejo de las gavetas, hacen juego de luces con los espejos biselados de dos biombos rectangulares de tres hojas, puestos en perfecta simetría del lado norte del salón, uno a la entrada del salón desayunador y otro que encubre la puerta de pasaje de los mozos y camareras del servicio. Ambos biombos me recuerdan el amor por la “chinoiserie” de la realeza de antaño y la genialidad de una asimetría colocada en forma simétrica.
Las mesas son todas redondas y contrastan con el salón cuadrado. Todas están vestidas con manteles de seda color champán, y sobre la seda, unos hermosos manteles de algodón y seda en textura Jacquard, que como el nombre del textil indica, recuerdan la victoria del innovador francés de Lyon, Monsieur Jacquard, en la “Revuelta de los Canutos”, a principios del siglo XIX. Las sillas son de plástico blanco purísimo, de espaldar en forma de diamante, con una base redonda, al estilo de los años 60. Hacen un contraste chocante. Al principio parecen fuera de lugar, pero luego realizo que son cómodas para conversar con “voz muy queda”, como se hace en Francia y girarse graciosamente para levantarse de la mesa sin que suene la silla, ni se desgasten las teselas del antiguo mosaico del piso.
En el aire se percibe el sutil aroma de las blancas rosas frescas que adornan el salón. En el aire se escucha la tenue música de los valses de Chopin, que tantas veces interpreté en mi piano. Es el festín de los cinco sentidos en el desayuno: la vista, el olfato, el oído, el tacto y el gusto. Sobre todo este escenario impactante e inolvidable, comienza el espectáculo de las maneras de servir la mesa “a la francesa” y el arte de la cocina de Ducasse.
Es una experiencia digna de reyes como los huéspedes de Le Meurice.